09 abril 2009

Semana Santa


De la novela escrita por el Premio Novel de Literatura José Saramago y publicada en 1982, “Memorial del Convento”, una genial descripción del absurdo ritual procesional que se practicaba, ¡y aún en ciertos lugares se practica…! en días como el Jueves Santo. Muchas muestras públicas de devoción religiosa, que las privadas ¿para qué sirven…? Es tiempo de luto, capirotes y peinetas. Termina la Pascua e inmediatamente y haciendo gala de la hipocresía característica, muchos de los que con tanta exageración demuestran su fe en auténticos becerros de oro, literalmente, - más para que lo vean otros que para que lo vea Dios, que él ya lo ve todo, hasta debajo del capirote, sin necesidad de descubrir el rostro, o eso me enseñaron - ya sean curas, monjas o laicos, regresan a su verdadera naturaleza egoísta, sectaria e intransigente, que tan poco comulga con las enseñanzas de Jesús de Nazaret.

"Va a salir la procesión de la penitencia. Castiguemos la carne por el ayuno, macerémosla ahora con los zurriagos. Comiendo poco se purifican los humores, sufriendo un algo se lavan las costuras del alma. Los penitentes, hombres todos, van al frente de la procesión, inmediatamente detrás de los frailes que llevan los pendones con las imágenes de la Virgen y del Crucificado. Tras ellos aparece el obispo bajo rico palio, y luego los santos en las andas, el regimiento interminable de curas, cofradías y hermandades, pensando todos en la salvación del alma, convencidos algunos de que no la han perdido, dudosos otros hasta hallarse en el lugar de la sentencia, quizá uno de ellos pensando que el mundo está loco desde que nació. Pasa la procesión entre filas de gente, y cuando pasa se arrastran por el suelo hombres y mujeres, se arañan la cara unos, se arrancan otros mechones de pelo, se dan todos de bofetadas, y el obispo va amagando bendiciones a un lado y otro, mientras un acólito maneja el incensario. Lisboa huele mal, huele a podrido, el incienso da un sentido a la fetidez, el mal es de los cuerpos, que el alma, ésa, es perfumada.

En las ventanas hay sólo mujeres, ésa es la costumbre. Los penitentes llevan grilletes alrededor de las piernas, o cargan sobre los hombros gruesas barras de hierro pasando sobre ellas los brazos, como crucificados, o se aplican zurriagazos con las disciplinas hechas de cordones en cuyos cabos hay bolas de cera dura armadas con puntas de cristal, y, los que así se flagelan, son lo mejor de la fiesta porque exhiben verdadera sangre que les corre por la espalda, y claman estrepitosamente, tanto por los motivos que el dolor les da como de obvio placer, que no comprenderíamos si no supiéramos que algunos tienen su amor en la ventana y van de procesión no tanto por salvar el alma como por pasados o prometidos gustos del cuerpo.
Presas en el alto copete o en la propia disciplina llevan cintitas de colores, cada uno la suya, y si la mujer elegida que desde la ventana ansía de angustia, de piedad por el amado sufridor, si no también de gozo al que sólo mucho más tarde aprenderemos a llamar sádico, no supiere, por la fisonomía o la silueta, reconocer al amante en aquella confusión de penitentes, pendones, gentío derramado en pavores y súplicas, vocear de letanías, ondear desajustado de los palios, bruscos cabeceos de las imágenes, adivinará al menos por la cintita rosa, o verde o amarilla, lila si no roja o color del cielo, que aquél es su hombre y servidor, que le está dedicando el vergajazo violento y que, no pudiendo hablar, brama como toro en celo, pero si a las mujeres de la calle, y a ella misma, les parece que falta vigor al brazo del penitente o que el vergajazo fue de esos que no abren laña en la piel, y desgarrones que desde aquí arriba se vean, entonces se levanta del coro femenino la rechifla y lo abuchean, posesas, frenéticas, las mujeres reclaman fuerza en el brazo, quieren oír el restallar de los rabos de la tralla, que corra la sangre como corrió la del Divino Salvador, mientras palpitan bajo las redondeces de las faldas, y aprietan y abren los muslos según el ritmo de la excitación y su avance. Está el penitente justo ante la ventana de la amada, abajo en la calle, y ella lo contempla dominante, acompañada tal vez de madre, o prima, o aya, o tolerante abuela, o tía acedísima, pero sabiendo todos muy bien lo que allí pasa, por experiencia fresca o remota remembranza, que Dios nada tiene que ver con esto, que todo es cosa de fornicación, y probablemente el espasmo de arriba viene a tiempo de responder al espasmo de abajo, el hombre arrodillado en el suelo azotándose furiosamente, frenético, mientras gime de dolor, la mujer mirando con ojos desorbitados al macho derrumbado, abriendo la boca para beberle la sangre y lo demás. Se ha parado la procesión el tiempo suficiente para que concluya el acto, el obispo bendijo y santificó, la mujer siente aquel delicioso relajamiento de los miembros, el hombre sigue adelante, va pensando, con alivio, que a partir de este momento no va a necesitar azotarse con tanta furia, que lo hagan otros para gusto de otras".

El Jueves Santo acompañé a mi madre a ver la procesión del Cristo de la Sangre, en Palma. No he hecho ningún otro sacrificio, que bastante tengo yo con cargar conmigo mismo. ¿Acaso os parece poca penitencia…? De las peores y más duras que han podido tocarme... pero la acepto con cristiana resignación. Amén.





No hay comentarios: