Con toda seguridad ayer la infanta Cristina debió
enfrentarse a la situación más desagradable de toda su vida. A nadie le gusta
ser sometido a juicio. Ella tuvo que sentarse en el banquillo de los acusados
pese a los ímprobos esfuerzos que han hecho sus abogados defensores, el fiscal
Horrach y la abogada del Estado. Hizo compañía a su marido Iñaki Urdangarin,
quien tiene un panorama bastante más negro por más que pueda pactar con la
Fiscalía reconociendo su responsabilidad y confesándose culpable.
Hay que reconocer que más allá de los planteamientos
estrictamente jurídicos que se plantearon como cuestiones previas por las
partes personadas en el juicio del caso Nóos, se trata también de un juicio público
a la monarquía. No en vano el Rey Juan Carlos se vio obligado a abdicar a
consecuencia del escándalo generado por los negocietes de su yerno y de su
hija, quienes ganaron dinero en base a contrataciones públicas sin concurso público
a base del famoso “¡hágase!” del expresidente Jaume Matas.
En este país en la última década son pocas las instituciones
que se salvan de comportamientos poco éticos –ya veremos si delictivos o no– y
escasamente ejemplares. Sindicatos, la gran patronal empresarial, partidos políticos,
bancos y cajas de ahorros… y también la Casa Real. La opinión pública ya ha
emitido su veredicto, hastiada de la catarata de casos de corrupción con que
nos hemos sobresaltado durante demasiado tiempo.
Lo más increíble es que aún hoy Cristina de Borbón aún
conserva sus derechos dinásticos intactos y no ha tenido la decencia de
renunciar a ellos, por el bien de la institución y de su dinastía. Es la sexta
en la línea de sucesión y mejor hubiese sido que se enfrentase al banquillo sin
tener esa condición. Ella no lo ha considerado así y con su tozudez ha causado
un grave daño a la Corona.
(Publicado en mallorcadiario.com)
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