24 noviembre 2011

LOS ESPAÑOLES SOMOS RADICALES




El nuestro es un país de radicalismos. Tan pronto ensalzamos a alguien como lo ejecutamos en la plaza pública. Con igual rapidez e idéntica ligereza. Los españoles somos radicales. Pasamos de rezar rosarios a quemar iglesias, sin término medio. La moderación chirría. Hablar en un tono de voz comedido es la invisibilidad. La normalidad nos aburre. O estás conmigo y te abro las puertas de mi casa o estás contra mí y te preparo una encerrona. El centro avergüenza. Así es España. Y los presidentes del Gobierno no se libran del deporte nacional de hacer leña del árbol caído. En algo más de cien años han sido asesinados media decena de presidentes, literalmente: Prim, Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero. Como ahora no nos permitimos la brutalidad del magnicidio, les asesinamos civilmente. Les difamamos hasta la extenuación. Machacados sin piedad. Y si podemos, les investigamos hasta lo más recóndito para tener material con qué sentarlos en el banquillo, como si hacerlo no fuera en detrimento del propio país, que no de la persona.

No me importa que me tachen de timorato. Me niego a hacer del radicalismo mi norma de conducta. Tan estúpido me parece pedir responsabilidades a Zapatero por las consecuencias de la crisis -como leemos en la prensa últimamente- como estúpido me parecía que se llamara asesino a Aznar y que se pretendiese su procesamiento por crímenes de guerra. Igualmente absurdo y radical. Pero cíclicamente vemos que es lo que sucede: no fue distinto lo que sucedió con González, Calvo-Sotelo y Suárez cuando fueron desalojados del poder. Los españoles somos muy dados al insulto a quien discrepa de uno mismo. Y mucho más si ha ejercido mando y lo pierde, circunstancia que el español medio no desaprovecha jamás para aligerar su frustración con inusitada virulencia. Yo no paso por ahí. Infantilmente, tiendo a pensar que un gobernante toma decisiones pensando y creyendo que hace lo correcto. Puede estar equivocado o acertar, como todo el mundo. Yo puedo compartir su decisión o discrepar rotundamente, pero no creo que merezca la descalificación de plano. No podemos creernos mejor que los demás y pensar que siempre estamos en posesión de la verdad suprema. Y eso en España es el deporte nacional.


Aunque este nuestro país se proclame un estado social y democrático de derecho, sólo es democrático en apariencia porque aquí nadie respeta al contrario ni es capaz de darle la razón, ni siquiera un poquito y aunque sea evidente que la tiene. Nadie practica la autocrítica y mucho menos en voz alta. Lo de pedir disculpas es directamente de otra galaxia, igual que dimitir. Las sesiones del Congreso, del Senado, los plenos de las Diputaciones, de los Consells y de los Ayuntamientos son foros donde descalificar al contrario con micrófonos y público. Donde buscar el titular más sonoro que permita a los de la propia bancada reírse más a gusto (me refiero a los que van, porque los hay que ni siquiera se molestan en ir). No se contrastan ideas, no se hacen propuestas, no hay verdadero debate constructivo. Sólo exabruptos e interrupciones. Demagogia y manipulación. Nula capacidad de diálogo. Sin embargo la situación que atravesamos es de tal gravedad que urge que nuestros representantes democráticos abandonen el camino de la confrontación. Hay que resucitar el parlamentarismo, tan maltrecho el pobre. La clase política no puede seguir degenerando en una casta parasitaria preocupada por acrecentar su poder oligárquico, convirtiendo nuestro sistema político en una partitocracia. Cada sesión del Parlamento, cada pleno municipal aleja aún más a los ciudadanos de sus representantes y la cosa ya ha dejado de ser algo que de risa. ¿Alguien se ha fijado en que ya solo se ríen ellos? Igual la oposición que el Gobierno, aunque estos últimos algo más porque ganar da risa. Seguramente se ríen de todos nosotros. Pero al fin y al cabo, como acertadamente apuntó Joseph de Maistre, cada nación tiene el gobierno que se merece.

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