Dos son los libros que en lo que llevamos de verano he leído sobre la monarquía en España. El primero del historiador menorquín recientemente fallecido, Gabriel Cardona, titulado “Alfonso XIII, el rey de espadas” (Planeta de los libros, 2010). El segundo, “La Monarquía necesaria. Pasado, presente y futuro de la Corona en España” de Tom Burns Marañón (Editorial Planeta 2007).
Burns explica que Felipe González le confesó que en 1976, antes de que Adolfo Suárez fuese designado presidente del Gobierno por el S.M. el Rey, el entonces vicepresidente y ministro de Governación Manuel Fraga Iribarne tenía la absoluta certeza de que iba a ser nombrado presidente del Gobierno en sustitución de Carlos Arias Navarro. Entonces, en el transcurso de una reunión, Fraga propuso que después de las elecciones habría un gobierno conservador encabezado por él mismo y que al cabo de unos años, unos diez o doce según el recuerdo de González, el gobierno de Fraga daría paso a uno socialdemócrata encabezado por González. Así, la restauración de la monarquía se asentaría sobre el llamado “turnismo pacífico” de conservadores y socialistas, a imagen y semejanza de la 2ª restauración, cuando el reinado de Alfonso XIII se asentó en el intercambio en el poder entre los conservadores de Cánovas y los liberales de Sagasta. La ley del péndulo.
Pero ¿cómo garantizar la alternancia en el poder de forma exacta sin recurrir al caciquismo ni al pucherazo? En democracia es imposible hacerlo. Pero la realidad es que efectivamente está sucediendo inexorablemente. Merced al enorme poder que acumulan socialistas y populares, al control de los medios de comunicación de unos y otros, al control de la Justicia, las instituciones y los órganos constitucionales, y a una ley electoral que les beneficia clarísimamente en detrimento de los demás partidos. Ocho años para los populares, ocho años para los socialistas. Y las comunidades autónomas, que se arreglen como puedan. Ahí sí que pueden pescar los nacionalistas y los restantes partidos, solos o en coalición, siempre que no se les ocurra tocar el pastel estatal ni las componendas entre los dos partidos mayoritarios. Si tal cosa sucediera, como pasó con el Plan Ibarretxe, o con el Estatuto de Autonomía de Cataluña, aténganse a las consecuencias: PSOE y PP se alían para acabar con semejantes veleidades. Utilizan sus poderosos resortes partidistas y unidas sus fuerzas, acaban con cualquiera que se interponga. Y no hay más que hablar. Yo no sé qué tenga de cierta esta teoría, pero a mí no me parece descabellada en absoluto. Y me hace sospechar que vivimos en una democracia tutelada.
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