12 diciembre 2012

LA POCA FE DE ROTGER

Empatizo con alguien que llora porque es algo que yo hago a menudo, lo de llorar digo. No puedo evitarlo. Es ver llorar a alguien e inmediatamente me pongo en su lugar. No importa si quien llora es alguien a quien no conozco de nada o si es alguien próximo a mí. Pero hay profesionales a los que no he visto llorar nunca, ni en las peores condiciones posibles, y otros que sí he visto sollozar a menudo y por ello empatizo aún más: los políticos.
 
Ayer vimos las lágrimas de Pere Rotger, obligado a dimitir de su cargo de presidente del Parlament por el juez Castro, el mismo que desimputó a velocidad de la luz a Rafael Torres. El mismo que ni tan siquiera ha llamado a declarar a la infanta Cristina, aunque ha interrogado a todos los empleados y proveedores del Instituto Nóos que era de su propiedad junto a su marido Iñaki Urdangarín. El mismo que ahora afirma que “no es función de este juzgado causar dimisiones”, pero las causa a discreción, según le interese y convenga.

Recuerdo también haber visto las lágrimas de Esperanza Aguirre cuando presentó su dimisión en septiembre de este año. Y las de su eterno rival aunque compañero de partido, Alberto Ruiz Gallardón, cuando dimitió en diciembre del año pasado para acabar de destrozar la Administración de Justicia después de haber arruinado Madrid. Un poco más atrás en el tiempo, recuerdo las lágrimas de Miquel Nadal cuando el 3 de diciembre, también por estas fechas pero en 2009, presentó su dimisión como conseller de Turismo del gobierno de Francesc Antich. También recuerdo la cara de Esperanza Crespí llorando desconsolada, a lágrima viva, cual virgen Dolorosa, mientras comunicaba a los empleados del Imfof su despido. No sabría decir cual de todos los casos citados era más impostado, aunque posiblemente el último se lleve la palma por la hipocresía y la caradura exhibida. Al fin y al cabo, los demás tenían motivos para llorar pero la regidora de Comercio, Trabajo y Juventud en el fondo se estaba partiendo la caja mientras enviaba caprichosamente a decenas de trabajadores al paro. Más recientemente lloró desconsolado José María Rodríguez, aunque parezca increíble, cuando dimitió como delegado del Gobierno en Baleares. Y también Rafa Torres al conocer su milagrosa desimputación, aunque él fue el beneficiario del curso de oratoria impartido por Over Marketing cuyo sobrecoste presuntamente pagaron los ciudadanos de Inca y que con tanta diligencia investiga el juez Castro.

Casi todos ellos me producen un sentimiento de aflicción y pena. No me alegro de su sufrimiento. Pero debo reconocer que en el caso más reciente, el de ayer mismo, de Pere Rotger, no es justo que eche la culpa a Rafael Torres y afirme sentirse traicionado por su sucesor. Aquí lo que ha pasado es que alguien gritó “¡sálvese el que pueda!” tras ver cómo embestían Castro y Horrach. Y el primero en declarar fue el que se largó solo llevándose el único bote salvavidas, dejando a los demás tirados y con el barco yéndose a pique.

Y además, creo que la culpa no es de Torres, sino del propio Rotger. A Torres le salvó su fe, como al samaritano del Evangelio de San Lucas 17, 11-19. Torres hizo una promesa a la virgen de Lluc y fue salvado. Sin embargo, a buen seguro Rotger no tuvo tanta fe porque no cabe ninguna duda de que de habérselo pedido a la Virgen con fervor, como hizo Torres, Nuestra Señora de Lluc no hubiese obrado un milagro con uno sí y con el otro no.

Más le hubiera valido al ex presidente del Parlament peregrinar a pie de Inca a Lluc como hizo Torres. ¡Cuántas lágrimas se hubiese ahorrado!

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